domingo, 27 de diciembre de 2009

Dos.mil.nueve


  • Despedir la última tarde del 2008 en medio de una multitud en el zócalo (México).
  • El viento helado cortándome la cara (Chicago, febrero).
  • San Cristóbal de las Casas, las Penas, las Tristezas y los mensajes a medias que sepultaron meses de F (Chiapas, marzo).
  • El hombre de los delfines desiguales y su madre paralítica mirando el mar (Nayarit, abril).
  • Descubrir tras la arena del desierto y el río junto al que crecí, que no hay regresos (Juárez, mayo).
  • El atardecer inolvidable en Celestún... y el mar, siempre el mar (Yucatán, junio).
  • La víspera de otro mundo y el aniversario de aquellos que pisaron el Mar de la Tranquilidad (México, julio).
  • El beso de Braucci en Marechiaro y los días en el Sur (Nápoles, agosto).
  • Contemplar y tocar la eternidad sobre el Pantheon de Agripa (Roma).
  • El Arno, Borges, Dante y el ocaso (Florencia).
  • Los incansables viajes en el tren y la voz de Edith Piaff, pensando los siglos y la historia que separan dos mundos (Toscana).
  • Un monasterio reconstruido junto a cementerios de guerra... y el recuerdo, siempre el recuerdo, de Ferro (Cassino).
  • La resignación de volver a bordo de un A-340 (Madrid).
  • La felicidad que encierra una isla perdida en El Caribe, y otra vez el mar (Quintana Roo, septiembre).
  • Las quince mil ochocientas correcciones aeronautas (Monterrey, octubre).
  • Sostener la mano de un hombre que se dejó morir: mi abuelo (Juárez).
  • La fe en un tiempo circular y detenerme a mirar el cielo estrellado a cuarenta mil pies de altura, sintiendo la lágrima correr por mi mejilla (sobrevolando Guanajuato).
  • La función social de servir cacahuates, enriquecer a un monopolio y verme atrapada en un avión que simboliza las páginas de Buzzati (Michoacán, noviembre).
  • Ver la miseria y la opulencia, la solidaridad y la mezquindad. Soportar y servir a una aeroburguesía tercermundista; sin dejar de soñar con la clandestinidad (Guerrero).
  • Roberto Bolaño, la soledad y la cafeína: motores para seguir (Baja California Sur).
  • Un departamento vacío e impecable, y un estómago con el nervio y la incertidumbre de volver a estudiar, y de lo que sea que el futuro signifique (México, diciembre).
  • Las ganas de recuperar un tiempo, quizá no tan perdido... (Cualquier día, cualquier lugar).

sábado, 31 de octubre de 2009

Ciao, nonno

A veces me da miedo la memoria
En sus cóncavas grutas y palacios
(Dijo San Agustín) hay tantas cosas.
El infierno y el cielo están en ella.
Jorge Luis Borges,
“El grabado”, Historia de la noche.

A veces me da miedo la memoria. A veces hay una casa de la que no quiero salir. Su corredor topa con el cuarto de mi abuelo y dentro he aprendido tantas cosas, como tantas de ellas soy. Dentro pasábamos las horas y la infancia desvelándonos. Dentro se aprendía de toros, de España, de astronomía, del Sputnik, de los Apolo 8, 11, 13 y hasta el 17; de Historia, de Roma, de política, de El Ché, de la hora Universal, del General Cárdenas, del México sesentayochero, de quién mato a Colosio, de álgebra, del Sub Marcos, de Chapingo, de justicia social, de la Escuela Hermanos Escobar, de la llorona, de Lerdo, de Venturita; hasta de la propia familia y de tantas otras cosas.
Dentro era la válvula de escape al mundo exterior, el ceremonial, el de los padres y tíos, de los que “están marigüanos”, de los “mándelos a la tiznada”, de las necesidades creadas, de lo políticamente correcto, de los que no eran ateos. Dentro se vivía en otro tiempo, literalmente, porque mi abuelo nunca se empató con “la hora del estúpido de Ernesto Zedillo.” Dentro se tomaba café Bola de Oro y éste se pasaba una y otra y otra y otra vez por el colador. Dentro no se comía carne porque la carne era “cadáver, puro cadáver.” Dentro el desenfado de mi abuelo detonaba las carcajadas. Un desenfado natural, honesto, como era él mismo cuando le preguntábamos quién era su nieta consentida y sin ningún reparo nos respondía: “¡Pues Dennise!”.
Dentro era un desorden, como su coche, aquél Falcon color crema tan lleno de papeles sobre papeles, libros sobre libros, periódicos sobre periódicos. Y tras todo ello no se escondía sino una memoria prodigiosa, digna de esos hombres enciclopédicos que nuestra pobre sociedad del siglo XXI tiene en extinción. Alguien con hambre de comunicar y compartir el conocimiento, de paciencia infinita; siempre alegre, siempre ocurrente. Con esa memoria prodigiosa, captadora de datos, de hechos y de noticias. De conciencia aguda. Un historiador nato, como también fue su abuela.
Así, su muerte nos pega como baldazo de agua fría y nos pone de frente aquella sentencia no menos dolorosa, que dice: “Cuando muere un anciano, arde una biblioteca.”
Y esa biblioteca viviente fue, sin duda, uno de esos hechos fundamentales que ocurren tres o cuatro veces en cada vida. Soy afortunada, al igual que cada uno de ustedes, al saber que la convivencia con mi abuelo fue uno de esos hechos fundamentales. Y si lo que llaman familia se define en dos o tres figuras, de nuevo soy afortunada al saber que mi abuelo fue una de ellas. Pocas personas tan presentes, y tan de cerca. Ahí estaba, tejiendo y dibujando historias cuando nos dejaban en su casa; ahí estaba, ayudándome a pasar los extraordinarios de Agustín Abundes en la prepa; ahí estaba, emocionado y siguiendo de cerca cuando lo llamaba desde su siempre grata Ciudad de México o lo mantenía al tanto del plantón de López Obrador en el zócalo; ahí estaba, siempre devorando sus libros, el Proceso, las noticias y al final la Teve España o los canales de la UNAM y el Poli. Y así con cada una de sus nietas y nietos, como cuando sacaba su acordeón en las visitas de Pamela. O cuando nos ayudaba para taparle el ojo al macho mientras Alejandra o Dennise se escapaban.
Finalmente, dos grandes cariños debo a mi abuelo, y han de disculparme pero creo que si este último día a su lado no los reconozco, no sé cuándo podría hacerlo.
Uno de ellos es el cariño que mi abuelo despertó en mí por el Espacio y los astronautas. Aunque creo que él, como yo, preferiría el término cosmonauta, pues los dos siempre fuimos rojillos y más hacia el lado de los rusos.
El segundo cariño, fue la historia. Porque así era mi abuelo, conocedor de mucho, pero siempre con la sencillez para maravillarse ante lo elemental y lo inmenso, como lo es el Universo, como lo es la historia.
Hoy soy historiadora y sin embargo trabajo de aeronauta a cuarenta mil pies de altura, surcando apenas el cielo. Pero a esos cuarenta mil pies sobre el nivel del mar, y de noche, el Universo se percibe más cerca y más inmenso; y son esos pequeños momentos, y el recuerdo de mi abuelo enseñándome a descifrar la Osa Mayor y las constelaciones, a los que me entrego; y es por ellos que no he perdido aún la capacidad de asombro.
La historia, por su parte, me enseñó que en la Antigüedad los griegos creían en un tiempo circular. Para ellos, el brillo de las estrellas parpadeaba porque en ellas se albergaba el alma de algún sabio, y éstos, que eran los seres más valiosos, eran también quienes mayor tiempo tardaban en reincorporarse al Eterno Retorno, en un ciclo de miles de años. Una vez transcurridos, las estrellas se apagaban y luego otra vez volvían a brillar.
Siendo así, la próxima vez que a cuarenta mil pies me detenga a mirar una de esas estrellas, querré pensar, invariablemente, que ahí está mi abuelo. Querré pensar que es un día de invierno en Juárez, en el que tengo cerca de 6 años y mi abuelo va por mí a la escuela porque he caído enferma, la fiebre me agota y él no para y no para de hablar, mientras yo de arrebato lo interrumpo y le suplico: “Abue, ya no hables más”, pensando que en un rato me despertaré y tendremos toda la vida por delante para platicar. Querré dormir para luego abrir los ojos y estar en esa casa de la que aún no quiero salir. Querré así, finalmente, reencontrarlo en ese tiempo circular de los estoicos.
Descanse en paz.
En Juárez, octubre 27 y 28 del 2009.

sábado, 2 de mayo de 2009

El desierto de los Tártaros

Cuando muere un anciano
arde una biblioteca.

Hace 3 años murió Ferro Gay. Luego de leernos a Carlo Levi, para las últimas semanas del semestre dejó pendiente una novela de Dino Buzzati: El desierto de los Tártaros (Il deserto dei Tartari). Debo a Editorial Gadir la fortuna de haberla hallado hace un mes en uno de los lugares que menos habría imaginado: la librería de un aeropuerto. Fortuna también que la edición lleva un prólogo de Jorge Luis Borges, quien escribió sobre la obra de Buzzati: "En estas páginas el desierto es real y es simbólico. Está vacío y el héroe espera muchedumbres".
Efectivamente, Giovanni Drogo, el protagonista, se abandona a una Fortaleza en medio de la nada, pensando que
Del desierto septentrional debía llegar su fortuna, la aventura, la hora milagrosa que al menos una vez toca a cada cual. Para aquella eventualidad vaga, que parecía volverse cada vez más incierta con el tiempo, hombres hechos y derechos consumían allí arriba la mejor parte de la vida.

Ferro murió el 2 de mayo. Aún tengo las grabaciones de sus clases. En enero, dando la introducción del curso, claramente nos advirtió que dicha novela
Representa el problema del ideal... ¿qué es lo que vale realmente en la vida? Porque uno de joven ve muchas cosas... las considera valiosas... se quiere dedicar a ellas, en el mejor de los casos, pero cuando se alcanzan o cuando se está cerca de alcanzar ve uno que todo fue inútil... y en esto también soy un testigo histórico porque mi edad lo amerita.

Así, las líneas de Buzzati, la tentadora invitación de Borges a su lectura, la desidia de Drogo, la voz de Ferro... tras todo ello se entiende que lo mejor no está más adelante. Lo mejor es lo que dejamos de hacer.

miércoles, 1 de abril de 2009

Thanks mom!

How to raise a neurotic perfectionist:
Tell your child they are smart. Reward success. Punish failure. Criticize mediocrity. Watch child crash and burn when unable to get a perfect score. Thanks mom!

(Gracias Rafi, muy bueno)