jueves, 7 de junio de 2012

Más burocracia y menos Prozac


Soy C. Ananás y trabajo como sobrecargo de aviación desde hace dos años. Como tripulantes, estamos expuestos a una serie de calamidades: se puede parar un motor en pleno vuelo, se puede desplomar el avión, se pueden botar las mascarillas de oxígeno y descender de emergencia, se puede atravesar un vehículo aéreo más pesado que el aire a corta distancia, se puede acuatizar, se puede atravesar una tormenta justo al momento en que un rayo hace contacto con el avión, se puede tolerar a los de Primera Clase y sus caprichos, se puede atender un parto a cuarenta mil pies de altura… Se puede, también, entre esas calamidades, ser víctima de la “aeroburocracia”, y con ella tolerar exámenes de rutina: alcoholímetro, prueba de dopaje, toma de presión, prueba de vértigo... lo que se les ocurra.

Así, desde hace un par de semanas se me prohibió volar después de declarar, de buena voluntad –entiéndase ingenuidad de novata- que tomaba 20 mg de fluoxetina al día, como parte de un tratamiento para combatir un cuadro de depresión que presenté hace 8 meses luego de la muerte de mi abuelo, mi cómplice de infancia y juventud.

“Yo soy cirujano dentista y le garantizo que usted no es apta para volar, así que firme aquí”, fueron las palabras de la recolectora de la muestra de orina al confesarle que un médico con 40 años de profesión, me había prescrito el medicamento. Claro, 40 años no valen más que pocas horas del entrenamiento aeromédico de la dentista. Como si fuera drogadicta o un criminal, firmé mi no aptitud y dejé de volar 14 días. Catorce días en los que descendí los nueve círculos del infierno entre la burocracia aeronaútica, y también la terrícola.

Al día siguiente me presenté en las oficinas de la Dirección de Protección y Medicina Preventiva en el Transporte, dependencia de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. “No hay sistema, disculpe, no podemos hacer nada, venga mañana.” Regreso al otro día, pago una revaloración que yo jamás solicité, 1,418.00 pesos a la basura, y empiezo el trámite dantesco.

Coopero: Toma de sangre, de orina, otra de orina con una tipa observándome, sin garantía de que los frascos para la muestra fueran nuevos o esterilizados, con un trato denigrante. Paso con la trabajadora social, le explico que la muerte de un ser querido provoca trsiteza, insomnio y hasta pérdida de peso. Parece no creerme. ¿Será un robot? ¿Habrá tenido un abuelo como el que tuve? Lo dudo, si así hubiera sido, no estaría detrás de ese escritorio con esa cara de amargura y hartazgo. Me cuestiona y me cuestiona y hasta se burla, parece disfrutarlo. Coopero. Paso a radiología, las lágrimas ya me corren por las mejillas, pensando en mi abuelo y en la insensibilidad de la burócrata. La ténica de Radiología me grita: “No se mueva, si llora y tiembla no va a salir bien su placa, y va a tener que pagar de nuevo si le pongo que es no apta.” Lloro y trato de no moverme. Camino hacia la entrada a fin de huir, y otra burócrata me grita: “Si se va y deja abierto su expediente, la vamos a dar no apta y tendrá que pagar otra revaloración.” Ya no me interesan sus dictámenes, siento pánico ante esos robots, que actúan por inercia. Recuerdo mis clases de Teoría del Estado, cuando discutíamos cómo este país se mueve por una especie de inercia: su burocracia, su Estado.

Al otro día me limpio las mejillas pero ya es jueves, y los resultados del toxicológico –la orina que le entregué a una desconocida- no están listos. Paso al resto de las pruebas. Y sigo cooperando. La oftalmóloga me dice que veo mejor sin mis lentes, pero soy apta. Es decir, puedo ser ciega o tener un glaucoma y ser apta, pero 20 mg de fluoxetina al día bastan para arriesgar mi licencia de sobrecargo. En audiología –léase otorrinolaringología- tienen mucha gente, acaso 12 pacientes, sale el ¿técnico, doctor? y me confiesa lo obvio: “Tenemos mucha gente, ¿todo bien con su boca y oídos, verdad?” “Quiero pensar que sí”, le respondo. Confía en mi palabra y me da apta. Es decir, puede uno ser sorda y ser apta, pero 20 mg de fluoxetina bastan para arriesgar mi licencia de sobrecargo. Lo mismo en Cardiología. Y coopero. Luego paso a Psicología. Horas haciendo exámenes, copiando dibujitos. Diagnóstico: “Es usted una mujer nerviosa y aprehensiva, respeta las reglas y tiene baja autoestima”. ¡Descubrió el hilo negro! ¿Por eso le pagan y para eso estuve horas haciendo exámenes psicométricos? Pero yo coopero. Me mandan a una nueva revaloración con el psiquiatra. Del aeropuerto a Calzada de Las Bombas.

Al otro día atravieso la Ciudad con el fin de que me revalore un psiquiatra. Pero ese psiquiatra no me atiende ni 5 minutos para decirme que necesita la carta de un psiquiatra particular, con sello y rúbrica original, donde especifique que me retirarán paulatinamente los 20 mg de fluoxetina que tomo al día. Entonces, ¿en eso consiste su revaloración? ¿Para eso le pagan? Y puedo asegurar que no le pagan mal. ¿Para eso atravesé la Ciudad? Empiezo a sentirme exasperada. Empiezo a dudar de mi cordura. Empiezo a creer que en realidad estoy loca. Pero yo coopero. Consigo la carta del médico psiquiatra, original, el servicio de mensajería la hace llegar de urgencia desde Ciudad Juárez, con la rúbrica del psiquiatra, y el sello, todo desde el desierto de Chihuahua hasta la ciudad capital. Vuelvo a atravesar la ciudad. Me revalora la revaloración del psiquiatra del día anterior un nuevo psiquiatra. “Usted es una mujer biliosa e iracunda”… ¡Qué novedad! “Padece ansiedad”… Sí doctor, y mientras siga hablando idioteces, también puede darme un ataque de pánico. “Usted ya es depresiva, si su abuelo murió, ¿eso qué, por qué le afecta?”… Una vez más, pienso: si usted hubiese tenido un abuelo como el mío, no estaría detrás de ese escritorio, con su cara de burócrata mediocre y amargado. “Está bien que tome la fluoxetina, no deje de hacerlo para evitar una recaída, mientras puede volar sin mayor inconveniente”… ¿Y para eso atravesé la Ciudad? ¿Para eso llevo más de una semana sin trabajar? Empiezo a creer que la loca soy yo, la que no funciona soy yo, la que no tiene razón ni sentido común soy yo.

Vuelvo a atravesar la ciudad para llevar el dictamen del psiquiatra a las instalaciones de Medicina de Aviación junto al aeropuerto. Pero es viernes y los resultados del toxicológico, cuya muestra dí 9 días antes, aún no están. “Es que los mandamos hasta las instalaciones de Las Bombas, imagínese.” No lo tengo que imaginar, ya he dado dos vueltas allá, ¿por qué no me enviaron directamente a tomarme el toxicológico en Las Bombas? Vuelvo a dudar de mi cordura. Mi mente me engaña de nuevo: todos están bien, yo estoy mal. ¿O todos están mal y yo estoy bien?

Espero al lunes. Regreso por mis resultados. “Déjeme hago una llamadita.” Llamadita de hora y media. “Ya están sus resultados, el toxicológico dio negativo, es apta, espere abajo por su constancia.” Espero otra hora. “Señorita, pase por favor.” Me conducen a la silla del acusado, frente al H. Doctor Dictaminador, quien me dice: “Su medicina que le dieron a usted, ¿la toma o no la toma? Si la toma es no apta. Aquí dice que no la toma pero que la toma. Entonces si la toma es no apta.” Vuelvo a dudar de mi cordura: ¿entendí bien sus palabras, las del H. Dictaminador? Balbuceo: “No, ya no la tomo doctor.” “Aaaaaaaaaah, está bueno señorita, entonces venga mañana y le doy apta, porque ahorita ya no firmo ni una constancia más, voy de salida.” Veo el reloj. Son las 14:38 horas. Y salen a las 15:00. Regreso mañana. Regreso a volar. Regreso sin los 20 mg de fluoxetina al día que tomo pero no tomo. Regreso dudando de mi cordura. Regreso deprimida por tomar antidepresivos. Regreso y debo ser la mujer maravilla, porque cualquier medicina está prohibida. Regreso sin poder tomar una taza de café, contraindicada para la tripulación de vuelo, de acuerdo al criterio "médico-dentista". Regreso desmoralizada y frustrada. Regreso triste, por esa inercia que mueve el país, incompetente, inepta, insensible, que cínicamente repite una y otra vez: “Lo que más nos importa es su salud.” Regreso y no.